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Domingo en la noche. Estás en tu casa haciendo doomscrolling para matar el tiempo. Te aparecen imágenes del conflicto entre Rusia y Ucrania, otro tiroteo en Estados Unidos, y más y más noticias sobre desapariciones y feminicidios en México. Otro millonario anuncia un proyecto para satisfacer sus delirios de grandeza, te enteras de una nueva filtración masiva de datos y documentos clasificados, científicos advierten una vez más sobre la inminente crisis climática y, en medio de todo eso, te encuentras con 5 datos que no sabías sobre Taylor Swift.
Abres TikTok o Instagram. Te encuentras con memes y videos de coaching que validan tus prejuicios y dicen justo lo que quieres escuchar. Has logrado curar los contenidos que se te ofrecen a tal grado que constantemente piensas que el mundo está mal, pero tú estás bien. Lo importante es la retórica, no la ciencia, pues los algoritmos harán que los contenidos sesgados siempre encuentren público (claro, utilizando las estrategias SEO correctas). Pasas y pasas videos. Te gusta la música que se escucha en algunos, pero nunca te enteras de quién es, aun cuando le has escuchado en varias ocasiones. Es tan solo uno de cientos de fragmentos musicales que hacen de tu experiencia en redes un eterno mashup o, en su defecto, reconoces la pieza por tanto que la has escuchado, al punto que la empiezas a odiar junto con quien la interpreta.
Los algoritmos –o más bien, quienes les gestionan– nos escuchan con mayor atención que entre nosotros. Irónico en una época de “hiperconectividad”. ¿Para qué platicar con alguien cuando puedo compartir un meme que resume mis emociones, las cuales además valido con las reacciones de mis contactos? Marcas, empresas y artistas lo hacen también: greenwashing, pinkwashing, purplewashing, etcétera. Lo importante es pertenecer. No por nada en 2020 la palabra del año en cuanto a marketing fue “relatable”, algo relevante si recordamos que fue el año de mayor aislamiento pandémico. Los feeds “para ti” se han vuelto la norma, donde el consumo de entretenimiento ya no sólo valida identidades, sino que también potencia posturas políticas. ¿A quién cancelo ahora y lo anuncio en mis redes? ¿Con quién empatizo y promuevo en el proceso? ¿Qué consigna viral me permitirá validarme entre mis contactos? Los géneros musicales no importan, pero sí los posicionamientos de sus exponentes.
Es evidente que se vive confusión e incertidumbre porque varias reglas del juego han cambiado, pero también pareciera que, en medio de todo el caos post-pandémico (e infodémico), el ámbito musical crece a pasos agigantados (insisto, pareciera). Cada día se anuncian más conciertos, festivales y giras, y cada vez nos enteramos de más premiaciones y encuentros dedicados a la profesionalización musical. De acuerdo con un reporte publicado por Luminate, alrededor de 120,000 nuevas canciones se suben a diario a las plataformas digitales, mientras que Boomy, una aplicación para crear música mediante inteligencia artificial, ha dado salida a más de 14 millones de tracks. Es incuestionable que esta y otras herramientas han trastocado diversos aspectos de la creación, producción y socialización de la música, pero falta mucho para que podamos dimensionar cuál será su verdadero impacto, y sin duda no estamos desarrollando leyes ni políticas públicas que contemplen la diversidad de caminos que la industria podrá tomar.
Al mismo tiempo, más y más artistas, promotores e incluso el público en general ponen sobre la mesa el agotamiento y la salud mental. Además, han aumentado las quejas por prácticas abusivas, fraudes, costos elevados y sobreoferta de eventos, al punto que se ha llegado a considerar que pareciera que hay una necesidad casi obsesiva por compensar el tiempo de cuarentena. Los artistas anuncian la venta de NFTs, conciertos virtuales, colaboraciones e infinidad de estrategias para mantenerse vigentes con su público. Sin embargo, son cada vez más los artistas que publican videos quejándose sobre cómo esta dinámica les ha desgastado, además de que no les permite enfocarse en los procesos creativos. ¿No se supone que la tecnología facilitaría todo para el artista autogestivo y multitask? Todo apunta a que no, pues si bien varios procesos se han agilizado, también se han multiplicado los puntos a considerar al momento de querer desarrollarse profesionalmente, sobre todo por la energía y recursos que se necesitan para dar a conocer una propuesta en medio de toda la oferta.
Desde hace unos años el término “soft power” o “poder blando” ha adquirido tracción al momento de hablar de dinámicas culturales desde una perspectiva geopolítica. Apela a cuando diversos elementos de una cultura resultan atractivos para otro país, lo cual ayuda a incidir en la opinión pública. Ya sea que hablemos de cómo Estados Unidos y Alemania quisieron influir en las industrias cinematográficas latinoamericanas de mediados de siglo; de las estrategias para validar o no ciertas expresiones culturales durante la Guerra Fría; del auge de la comida tailandesa y del kPop; o de las fricciones entre China y Occidente por el crecimiento de TikTok; la realidad es que el entretenimiento es y siempre ha sido político. Como ejemplo basta revisar a infinidad de gestores en Latinoamérica que prefieren plantear curadurías desde un gusto arribista, validando en el proceso a exponentes de Estados Unidos y Europa, en lugar de apelar a las necesidades y características de la comunidad a la que se busca interpelar, limitando también la circularidad y crecimiento orgánico de las industrias locales.
Recordemos que Bad Bunny fue el artista del año en 2022, y que el mundo estaba cantando más en español (claro, salvo en los Grammy, tal como dejaron ver los subtítulos). La industria anglo lleva más de 10 años de constante latinización, lo cual ha ocasionado que lo latino tenga mayor alcance a nivel global y permite explicar el éxito de otros artistas como Karol G, Bizarrap y Peso Pluma. Sin embargo, recordemos también que TikTok, propiedad de la empresa china Bytedance, ha sido prohibido en oficinas gubernamentales de Europa y Norteamérica. Si bien se ha apelado a que ha sido por temas de seguridad de datos (sólo si ignoramos que Instagram y Facebook han pecado de lo mismo), la realidad es que TikTok ha marcado la pauta en cuanto al gusto musical global, al punto que la gran mayoría de las canciones que se han viralizado en los últimos meses han tenido como principal empuje dicha plataforma.
¿Por qué hablo de soft power? En 2021 Chartmetric publicó que existen “ciudades gatillo” ó “trigger cities”; es decir, ciudades donde si un artista explota es más probable que tenga un impacto global, y la Ciudad de México fue una de las principales ciudades gatillo. Recordemos también que México se ubica entre los primeros lugares en el mundo en consumo de streaming musical mediante suscripción pagada, entre los países con más usuarios activos de YouTube, entre quienes más horas dedican a Netflix, y entre quienes más usan Twitch. ¿Se han dado cuenta que cada vez hay más anuncios de artistas independientes de otros países en su feed? El mundo está volteando a Latinoamérica para captar público, ¿pero Latinoamérica está lista para dar frente a este panorama en igualdad de condición? Quienes se han dedicado a problematizar varios aspectos de las industrias creativas se han enfocado en responder qué es lo que lleva a un artista a volverse famoso o a poder desarrollar una carrera sostenible. Sin embargo, la pregunta que creo deberíamos hacer es más bien: ¿cuáles son los puntos a considerar para que exista una representatividad cultural global justa, digna y equitativa ante la digitalización de las industrias creativas en la post-pandemia?