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Canoro: [Capítulo 36]: Mi vieja batalla adolescente

Canoro: [Capítulo 36]: Mi vieja batalla adolescente

01/Ago/2023

¿Recuerdas esa perdición juvenil?

No habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti.

Revisé hasta la última caja que había empacado en esta mudanza y uno de mis libros predilectos no aparecía. Estaba desconcertado porque mi hábil talento del orden me aseguraba que todos los libros se ubicaban en esas cuatro cajas. Pero ese en particular no salía. Era el de Las batallas en el desierto aquel que no hallaba; de José Emilio Pacheco. Mi ansiedad no me permitió estar sin él. Era parte de la rutina leerlo una vez al mes. Así que en un desvío decidí volver a adquirirlo.

Si algo disfruto en la vida es vagar entre los pasillos de las librerías, hojear cuanto título se me atraviese y sentirme lamentado por solo llevar uno de los tantos que había tomado. Es ahí donde se refleja la desesperación de las decisiones.

Benevolente, tomé asiento en la banca que se encontraba afuera de esa librería, allí en Miguel Ángel de Quevedo, y coloqué mi capuchino a un costado como si fuese mi divino amante. Rompí la envoltura, miré la portada nuevamente con esa mujer madura de vestido rojo y cabello rubio y al final, disfruté su aroma de “libro nuevo”; mi hijo sigue indiferente cuando le cuento de esa pasión.

Mientras felizmente hojeaba, me detuve en la página 33, justo ahí donde Carlos reflexionaba el “cómo podría haberse enamorado de Mariana si solo la ha visto una vez y por su edad podría ser su madre”, cuando de reojo descubrí unos tacones rojos frente a mí. Idénticos a los de la modelo de la portada. Mi mirada comenzó a subir, dolida por los destellos de sol. Una mujer de atuendo rojo estaba frente a mí, del cual su belleza me parecía desconocida.

Ella preguntó por mi apellido, a lo cual me desconcertó. Por fin pude ver su mirada; su silueta completa en realidad. Descrucé la pierna para ponerme de pie hasta lograr a la misma altura que ella. Sin importar lo alto de su tacón, lograba tenerla al ras de mí. ─Sí, soy yo. Ese es mi apellido materno ─respondí─ Soy Mariana. La profesora Mariana. ¿Me
recuerdas?

Después de tanto paisaje en mi cabeza, que sin duda fueron un par de minutos, logré reconocerla. A primer discurso confesé que no, que lamentablemente no sabía quién era, pero al mismo tiempo trataba de verme hábil para no dejar ir a tal nena y su conversación de mí. Pero su ayuda fue de gran valor, pues sus referencias me permitieron identificarla al tercer recuerdo que enlistaba: soy la maestra de español, de la secundaria Miguel Domínguez. Fui tu maestra en primer grado. Me decían Miss Mari.

Evidentemente la logré reconocer de inmediato; fue de las etapas más exploratorias que a mis 32 años puedo reconocer. Cuando uno tiene 12 años de edad es natural descubrir infinidad de aspectos, sensaciones, emociones y atracciones. Y ella había sido una de tantas. La “maestra Mariana” era la docente más joven de aquella secundaria pública, de cabello lacio largo color chocolate y unos ojos aceitunados. El recuerdo es memorable porque posiblemente no era el único alumno puberto endiosado por ella.

En aquellos años y en esas edades, mi ridículo círculo de amigos exploraba la pornografía, que más que revistas de adultos eran catálogos de lencería femenina que alguno de ellos robaba del buró de su madre; también la música escandalosa, el olor del cigarro y la fisionomía de las compañeras mujeres. Era más que obvio, natural. La adolescencia es una fase en la que tanto hombres como mujeres comienza a descubrir sus gustos, aficiones y clichés. Y los hombres, siendo más simios que las demás, cualquier sonrisa clara, labios rojizos y blusa de botones nos hacía perder la razón. Y entre todo eso, la “miss Mari” era mi perdición juvenil.

Retiré mi amante café de la banca para permitir se sentará; parecía interesada en conversar. Después de tantos años logramos estar allí, de nuevo. La charla fue de lo más natural, como si fuésemos saliendo de un salón de clases. Lo primero fue ponernos al día, no sin antes compartir lo maravillados que estábamos del momento. Le conté de mi profesión y ella de su divorcio; le comenté de mi chica y ella de sus alumnos que siguen siendo pequeños adultos; hablamos sobre los años que han pasado y los que nos esperan; también un poco de los gustos, los bríos y los menesteres de la vida adulta. Recordamos algunos momentos chuscos de mi adolescencia y ahí nos detuvimos un momento, principalmente cuando hicimos hincapié de que solo habían pasado 20 años.

Era evidente que sus recuerdos referentes a mí eran inmaduros, pues supuestamente apenas estaba dejando la niñez. Sin embargo, cuando ella mencionó que ese grado, cuando fui su alumno, había sido su primer empleo me dejó tartamudo. Narró que el mismo año que terminó la facultad comenzó a dar cátedra en ese colegio público, justo a sus 23 años de edad. La novedad no era el logro de su profesión, sino que también era una jovenzuela que, en esa, mi corta edad, pareciera un mujer adulta, madura y lejana.

De la banca de la librería brincamos a una cafetería de un costado donde venden el mejor expreso que he disfrutado. Nos ubicamos en una mesa pequeña y redonda con dos sillas; una frente a la otra. Y allí fue que, mientras ella me contaba sobre su nuevo proyecto de vida docente, yo idealizaba las facciones con la que la recordaba enseñándome los sustantivos propios y los adjetivos calificativos, mismos que en este momento tenía más de una docena por susurrarle de cerca.

La tesis que prometía preparar para su próxima titulación me sacó de mi orbita pecaminosa para comprender de lo que conversaba. Y es que, a decir verdad, siempre me ha generado un sortilegio la profesión de la docencia: la inspiración, entrega y dedicación que brindan a nuevos seres sutilmente ávidos de conocimiento, me refleja admiración. Es, quizá, la vocación más noble y a la vez más potente que existe en el mundo. Esa misma tan explotada y desvalorada con salarios precarios y egoístas; sigo pensando que es estúpidamente ridículo que un boxeador obtenga en una pelea, lo que un profesor genera en más de diez años… y eso si la pelea está evaluada en un millón y medio de pesos.

Cuando respondí a su pregunta de “y a todo esto, ¿qué hacías aquí hoy?” y le di mi respuesta, ella comenzó a mencionar algunos recuerdos que tenía de mí. Algunos como el que odiaba leer de niño-adolescente, que ya comenzaba mi aferrar a escribir todo con mayúsculas, que siempre redactaba enunciados muy creativos y que alguna vez le dediqué mi enamoramiento por ella en una carta con las orillas quemadas. Y ahora, ¡vaya vuelta de realidad!

El tiempo parecía se había extendido durante una hora. Me hubiese gustado que fuera más extenso todavía. Pero aquella platica de recuerdos tenía que terminar por pendientes de la maestra. Cerramos los discursos con los tradicionales “me gustó verte”, “fue una grata sorpresa” y de más cosas así. Suspiramos al mismo tiempo al pensar que ahora no era un chico de secundaria y una recién egresada de la universidad de pedagogía, sino dos adultos conscientes de la verdadera realidad que añoran vivir.

Antes de partir, de su morral sacó una libreta azul de textura terciopelo con una pluma con tinta del mismo color. Y sujetándola con ambas manos, me la entregó, con una frase que aún me sigue cosquilleando: “sigue escribiendo párrafos que incluyan toda la estructura gramatical, que con gusto podré darles orden y sentido”. De la misma forma le regalé el libro que antes había comprado: “ahora la historia tiene sentido, encuéntralo por mí”.

Una tarde después, cuando terminé de acomodar todos los libros y desarmar las últimas cajas de la mudanza, coloqué la libreta azul en el librero, justo entre “Márquez” y "Benedetti”. Y aunque aún seguía faltando ese libro que tanto me encantaba, “Las batallas en el desierto”, aquel que inspiró “Las Batallas” de Café Tacvba, ahora aquella letra y esa historia tenía sentido: “Oye Carlos, ¿por qué tuviste que decirle que la amabas a Mariana?”. Por ahora, estará esa libreta vacía esperando algún tener una historia tan maravillosa que a ella le pueda contar.

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