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Mamoru Hosoda, exitoso director japonés creador de obras como Mirai, mi hermana pequeña (2018), El niño y la bestia (2015) y Wolf Children (2012); regresa con un nuevo largometraje basado en un conocido cuento de hadas, el cual ha sido adaptado en reiteradas ocasiones, en distintas épocas, por diversos países, y en diferentes medios como la literatura, el teatro, la televisión y, desde luego el cine.
Escrita originalmente por la novelista francesa Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, La Belle et la Bête (La Bella y la Bestia) ha tenido un paso notable y constante a lo largo de la historia del séptimo arte. Y sus distintas versiones conforman un espectro multicolor y amplio, que lo mismo abarca miradas muy comerciales y mercantiles como la de los estudios Disney, que otras más simbólicas y autorales de realizadores icónicos como Jean Cocteau o Juraj Herz. Con Belle, Hosoda se reapropia del relato, y lo reconstruye para tocar temas los cuales competen a nuestra sociedad actual.
En esta nueva versión del clásico literario, la protagonista es Suzu Naito, una estudiante de secundaria con diecisiete años de edad. Durante su infancia, ella adoraba la música, y le encantaba cantar y componer canciones. Su madre alentaba dicha afición creando así un estrecho vínculo entre ambas. Pero cuando esta última muere trágicamente tratando de rescatar a una persona desconocida (mientras la menor miraba impotente la escena), Suzu queda traumatizada, albergando un gran rencor en contra de su progenitora por “abandonarla” en pos de salvar a alguien más. A raíz de ello, se transforma en una joven extremadamente reservada y tímida, quien trata siempre de pasar desapercibida… y es incapaz de volver a cantar, mucho menos en público.
Un día, su mejor amiga Hiroka Betsuyaku la convence de que haga uso de una especie de red social y mundo virtual denominada U. Para interactuar allí, es necesario crear un avatar a partir de ciertas características del usuario. De esa forma Suzu crea a Belle, una hermosa mujer quien, como ella, tiene pecas como rasgo distintivo. Su avatar termina por volverse una sensación no solo por su apariencia física, sino porque logra, a través de ella, volver de nuevo a cantar. Y su particular voz y estilo pronto conquistan a millones de usuarios.
Extasiada por las posibilidades que U le ofrece, la joven pasa sus días alternando su doble vida entre la realidad mundana y esa otra simulada, donde es admirada, venerada y “amada” por sus seguidores. E intenta mantener oculta su identidad virtual al resto del mundo.
Todo cambia cuando, durante un concierto, aparece un misterioso ser al que se le conoce simplemente como El Dragón, un avatar intimidante y violento, lo cual lo ha llevado a ser admirado por muchos, pero temido y repudiado por otros, quienes incluso buscan develar la identidad del usuario, con el fin de exponerlo y detener sus “tropelías”.
Suzu también tiene curiosidad por este ser oscuro y lleno de cicatrices, pero por razones distintas. Algo en él le resulta familiar e inexplicablemente, se siente atraída a él. Así la protagonista (valiéndose de Belle, su alter ego) iniciará una búsqueda y posteriormente, establecerá un vínculo particular con el misterioso ser, y derivado de ello su vida (en el mundo real y en el virtual) tomará un rumbo inesperado. Y finalmente entenderá el verdadero significado del gesto altruista que le costó la vida a su madre.
Esta refabulación del cuento clásico en el contexto de la era del internet, la realidad aumentada, las redes sociales y la hiperconectividad, le permite a Hosoda poner varios temas pertinentes en la mesa. El principal de ellos gira en torno a la identidad. Específicamente, la identidad que tenemos en el mundo real en correspondencia con aquella otra concebida para interactuar en espacios virtuales, donde esta última es más bien un resultado de nuestras aspiraciones, deseos íntimos y/o sueños más salvajes, con la promesa de poder realizar allí lo que no se puede en la vida cotidiana. Y quizás, precisamente por nacer de esos anhelos y deseos íntimos de ser alguien más, paradójicamente pueden exponer aquellas vulnerabilidades que, de forma afanosa y consciente, tratamos de ocultar. O por el contrario, potenciar capacidades latentes que desconocemos o que sencillamente no nos atrevemos a mostrar.
El director también toca temas adyacentes como la incomunicación imperante en nuestras sociedades hiperconectadas; la intolerancia que se alía con el anonimato brindado por el mundo virtual; en contraposición con las posibilidades comunicativas y de empatía que pueden ser fomentadas por dichas herramientas digitales.
De forma transversal, el autor aborda tópicos sensibles como la idolatría desenfrenada y sus tintes nocivos; la alienación en las sociedades de primer mundo; o la violencia doméstica y las inimaginables consecuencias que puede tener en quienes la padecen. Y para contrarrestar esto, antepone la necesidad de alimentar una mayor solidaridad y empatía entre los individuos. En este caso, es a través de la música como se logra tender ese puente que permita el acercamiento, la comprensión y el inicio de sanación personal entre los involucrados.
Y precisamente en el rubro musical reside una de las fortalezas del largometraje. Destaca la presencia de artistas como Kaho Nakamura (quien ejecuta los números musicales de Belle), Ryoko Moriyama, Fuyumi Sakamoto, y la agrupación Millennium Parade, quienes en conjunto crean una amalgama musical que se mueve entre los terrenos del J-Pop, el techno pop y el electrónico, la cual no solo complementa perfectamente la deslumbrante imaginería visual del filme, sino que consigue realzar momentos alucinantes, dramáticos, y otros muy conmovedores del relato.
Vale la pena sumergirse en esa experiencia intitulada Belle.