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Canoro: [Capítulo 5] El Templo Chilango

Canoro: [Capítulo 5] El Templo Chilango

29/Jun/2021

Y tú, ¿cómo apapachas al paladar?

De todo tengo señor.

El teléfono sonó; con trabajos distinguí el color verde del rojo para contestar. La introducción de la llamada me informó que me buscaban de parte de la tienda departamental recordándome que hoy era el último día para pagar la tarjeta. Colgué despidiéndome con un bostezo y un ligero dolor en la columna. El primer frote de mis manos sobre los ojos activó un intenso dolor de cabeza, similar a las jaquecas de pacientes de migraña, y considerando que no sufro de eso, por fin los entendí.

Era un claro dolor de cabeza producido por la resaca. La mirada me costaba enfocarla, el dolor y la sequedad en los labios hablan por mí. No negaré que expresé un “no lo vuelvo hacer”; clásica frase para veteranos tercos en el mundo del licor. Alcé la cabeza, miré el techo y suspiré profundo… terminando éste con un toser desgraciado y un carcomer en la barriga; estaba muriendo.

El clima está fastidioso, de esos destellos de sol que tanto odiamos los domingos post parranda. Necesitaba agilizarme y despertar por completo: era el último día de un fin de semana más, y aunque mi cuerpo me mentaba la madre exigiéndome regresar a la cama, mi sentido de apetito clamaba solventarlo con algo merecedor. Decidido tomé la cartera, llaves, celular y salí.

No sé si era el cubrebocas o mi aliento debajo de éste el que me torturaba más, como un castigo parecido a los que mis padres me aplicaron cuando llegaba en este estado en plena adolescencia. Aún con todo eso, aclamé a los santos que hubiera una explanada cerca en donde un sinfín de comerciantes instalan su tianguis.

Dentro de este, el calor que impacta en sus techos de lonas rojas y naranjas aumenta el termostato del sofocante sol. Sin dejar de lado la cantidad de gente que visita estos rituales: amas de casa con sus chilpayates en brazos, maridos barrigones que cargan los bolsos retacados, gritos de ofertas y ofertones, música de moda (que ahora me revienta, pero que anoche perreaba sin parar) y de más mágicas escenas que solo en esos lugares de mercado uno se puede encontrar. Puestos improvisados, locales correctamente establecidos, ambulantes oportunistas y vendedores de caminata enriquecen el lugar. Vendimias de frutas y verduras, de carne y pollo, de pecado y mariscos que me producen nauseas (y más en este estado), chiles secos y no tan secos; juguetes en barata, películas que se presumen como clones originales, ropa de paca, calzado e infinidad de chucerías que nos permiten descubrir que no necesitamos cadenas como Miniso.

Por fin localicé el santuario, tan bendito es que hasta por debajo de mis gafas oscuras logré admirarlo; dejando de lado mi excesivo sudar: es la zona de comida con filas de recomendaciones para apapachar al paladar. Mi intestino revivió cuando le llegó el aroma a manteca quemada y aceite reusado. He aquí donde uno puede sobrevivir un domingo de cruda: la gastronomía mexicana.

Tostadas de pata, pambazos de choripapa y quesadillas de flor de calabaza fueron lo primero que encontré. Frente al ambicioso puesto de tacos de carnitas: maciza, cuero, chamorro; buche, nana, lengua y panza; cuatro salsas y un pico de gallo. A un costado, justo a su mano izquierda, la agraciada barbacoa: maciza, panza y surtida; consomé y la salsa roja para sacar el demonio. A dos pasos de “Las carnitas del Sur”, detecté agraciados tacos con doble tortilla de bistec, longaniza y moronga; con un volcán de nopales y cebollas asadas en la esquina de la plancha.

Un adulto mayor en su diminuto puesto ofertaba pan de dulce y café de olla, mientras un par de jóvenes enérgicos ofrecían aguas naturales y sangrías preparadas. En un establecimiento más decente, de vitrina y cazo de horno, seducían a la clientela con tacos de mixote y con el privilegio de dejar la piña a disposición de cualquier tragón. Los caldos de gallina y de camarón se repartían un duelo de quien lo vendía más caliente.

Una divina señora pelirroja leía su revista de farándula escondida detrás de su cartulina de “Rica cochinita pibil”, pero posiblemente el hecho de no presumir su cebolla morada no transmitía confianza. A comparación de los tacos de cecina enchilada que el marchante ofrecía como prueba a cuanta persona se le cruzaba.

Todo el que pasa saludaba a Doña Lucía, la mera, mera de las gorditas y tlacoyos; al ver a sus clientes sospeché que sus salsas están hechas por el mismísimo lucifer. Y curiosamente, muy al fondo y de forma clandestina, de una camioneta la gente se retiraba con vasos enormes con chamoy en la esquina del mismo; mi estómago me sentenciaría si me atrevía a adquirir una michelada antes de comer.

La combinación de olores en mis yemas, las manchas de diversos colores en mi playera y el ardor de mis labios pueden respaldar la abusiva tragazón que me obsequié. Sin duda alguna la mejor elección fue la pancita de Doña Manuela, muy cercana a “Los agachados” con la que la Maldita se alivianaba las crudas.

La mezcla de los diversos sabores que en ese templo de gastronomía chilanga uno puede localizar es inigualable; el abuso del limón, picante y grasa, de carne, tortilla y guarnición es una gran medalla para todo “güero y güera” que disfruta de un domingo de almuerzo en el tianguis.

Sonriente volví a casa, la resaca fue relajándose… y yo con ella. Y aunque era evidente mi mal estado, sentí mi recuperar. Reposé el almuerzo en el sofá hasta caer dormido el resto del día. De nuevo sonó el teléfono para notificarme que “el último día de pago se había terminado”; ahora tengo recargos en la tarjeta… y también en la barriga.