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Vamos a estar en mi casa los dos juntos en la sala, y que solo a ti te cubra tu chaleco antibalas.
En una noche de jueves la lluvia comenzó a inundar el asfalto. Las gotas caían fuertemente estampándose sobre el suelo, las banquetas y los parabrisas de los automóviles. El viento era helado y potente sacudiendo bruscamente los arbustos en los camellones de las avenidas. Los limpiaparabrisas en los autos se zangoloteaban velozmente sin resultar útiles. Y, siendo un hecho, el tránsito vehicular se transformó en una jungla pavimentada que entorpecía a los conductores. Y ahí, dentro de ese estacionamiento en pleno periférico, me encontraba yo desesperado.
En un arrebalero y desobligado momento, decidí hacer una pausa en una tienda de conveniencia para comprar un par de cervezas oscuras de latas largas. La frustración del poco avance de carros me tenía fuera de mis casillas. Al ingresar al vehículo nuevamente con ese six pack, se reanudó la música misma que escandalizaba el ambiente por su ruidoso volumen y continué mi camino.
Menos de cinco kilómetros después y dos latas vacías arrojadas al asiento trasero, mi esfínter que controla la orina no logró retener más y la necesidad de vaciarme fue incontrolable. Así que, en otro acto de irresponsabilidad, me orillé debajo de un puente supuestamente oscuro y comencé a orinar. Sin embargo, hubo algo que me achicó más que la lluvia, el frio y el pudor: una sirena de policía.
Detrás de mi auto una patrulla se estacionó y apagó toda luz para disimular el suceso. Mi acto de cobardía se basó en detener mi chorro, ajustarme la bragueta y disfrazar mi incorrecto acto. Pero no fue así. Del carro de policías bajaron dos elementos, uno de cada costado. El copiloto fue el que avanzaba más a prisa, rebasando al conductor; debajo de ese puente oscuro no se alcanzaba a distinguir la personalidad de ninguno de los dos. Mis ganas de seguir haciendo del baño se transformaron en un modelo distinto cuando pude reconocer la silueta del primer policía que llegó a mí.
De traje azul, botas negras, gas pimienta en los costados y una boina de oficial, una mujer policía se colocó exactamente frente a mí. Una dama de tes clara, ojos marrones y labios carnosos. De ligero maquillaje y piernas imponentes. Con el cabello recogido y oculto debajo del acceso era difícil conocer el color de la cabellera. Su encanto resultaba más inspirador que su vocación. Colocó ambas manos en la cadera formando un rombo a los costados y me miró fijamente a los ojos. Estaba en peligro.
El discurso fue directo y sin revuelo: había cometido una infracción y se limitó a eso específicamente. No dio sermones de cuestionamientos del “¿qué estaba haciendo?” o “¿qué pasó, joven?”. Simplemente me advirtió de mi falta, sin quitarme los ojos de encima. Y yo con mis anticuadas justificaciones de lo que había hecho, aun así, reconocí el error. Me disculpé intentando zafarme del acto. Por un momento, erróneamente (o tal vez no) me atreví a preguntar “bueno, ¿pues qué usted me vio? Si nadie me vio, no pasó, ¿no le parece, oficial?”. Pero su mirada penetrante nos dio la respuesta: bajó la mirada a mi entrepierna dándome a entender que ahí se encontraba la aclaración. Fue ahí donde una ligera sonrisa en su comisura derecha cambió el ambiente. Sentí la advertencia coqueta.
Se alejó un momento de mí para acercarse con su colega; desconozco que conversaron, pero el otro Elemento subió al vehículo para encender el motor y las luces. A su vuelta, aquello que a continuación expresó me dejó perplejo: “Hay una situación, joven. Mi turno ya terminó hace media hora. Así que hablando con mi compañero hay de dos: o se esperan aquí a que baje la lluvia para que le emita su multa… o me subo a su vehículo para que me lleve a unas cuadras aquí adelante. Con cualquiera de las dos terminamos con este asunto. total, como dice usted: si nadie nos ve, aquí no pasó nada”.
Después de dictarme sus variantes propuestas se dedicó a explícame cada una de ellas, que si su colega le daría un ‘aventón’, que si por la lluvia, que si por la hueva de atender el caso, y que no sé qué más. La realidad es que yo estaba entre anonadado y cautivado. Aventuradamente elegí la segunda alternativa.
En mi mente se localizaba una encrucijada por mi criterio radical, básicamente por tres características: la primera era mi repele por cualquier persona que funge como seguridad pública ya que sus antecedentes en nuestro país han generado una desconfianza y rabia contra policías; básicamente por sus abusos de autoridad. La segunda por la incomoda escena de tener de copiloto a una desconocida que me dirigía a un lugar igual de desconocido. Y la tercera, por mi atrabancada sensación de atracción por ella. He ahí el dilema…
Ya dentro del automóvil, y continuando debajo de la insoportable lluvia, la elemento de seguridad se retiró la boina, se desenredó el cabello y desabotonó el primer botón de su uniforme de policía. Afortunadamente fue ella la que comenzó la conversación, iniciando con su aceptación por mi “mala acción”, entendiendo mi justificación. Después de más de hora y media de conducir es un poco más fácil de comprenderlo. Si tuviese que colocar en un sistema de medición la tensión de la situación y la conversación, diría que fue de la gravedad… a la suavidad.
Me desvió a la tercera salida. Subimos dos puentes y cruzamos tres calles secundarias. Cuando encendí la luz del auto para prender un cigarrillo se percató de las latas de cerveza vacías. Pero más allá de una sanción, fue una expresión de burla y sorpresa. Claro que mencionó que, si hubiese estado en servicio, mi auto habría terminado en el corralón. Sin embargo, la situación era otra: yo era su conductor y ella dirigía el camino… o el destino.
Después de un rato ya tomamos confianza hablándonos de tú, hasta ofrecerle descaradamente una cerveza cuando me decidía a destapar una para mí. Es claro que, después de tanto caos y ese horario de noche, la cerveza siempre funciona como un claro rompe hielos. La situación ya no era de un “detenido” y un “elemento de seguridad”.
Más adelante, supuestamente a unas calles por llegar al destino que ella dirigía, las cervezas destapadas se consumieron. Mismas que la inspiraron a ofrecer unas más; de preferencia en un lugar legal y no mientras conducía. Cuando cuestioné “¿a dónde vamos?” me respondió hábilmente: “a tocar las nubes”.
Dentro de un bar-cantina de mala esencia, la prudencia se quebró logrando tomar la tranquilidad para charlar de cualquier tema. Era su sonrisa la que me hacía olvidar que era una servidora pública: una policía intentaba seducirme con tu su traje ajustado y voluminoso. Cuatro tragos respectivamente fueron los que ataron el encuentro. Mi encrucijada inicial ya ni siquiera figuraba. Por lo contrario, insistía en mi mente que me colocara las esposas para ver cómo estaba la cosa.
Entre murmuros y desfiguros salimos de ahí. Hasta bailamos canciones norteñas, nos besamos y reíamos de tonterías sin sentido. Por momentos le insistía que retomáramos mi caso y me metiera preso para arreglar esto; ya con como un barbaján atrevido. Desafortunadamente la mujer policía no quiso proporcionarme su número telefónico, así que le advertía imprudentemente que llamaría al comando para decir que me están robando y, aunque sabíamos que sería mentira, ella podría conseguir verme alborotado.
Volvió a subir al auto y dos cuadras después se bajó. Sujetó mi muslo con presión al despedirse. Mencionó que, si solía orinar en avenidas públicas, mínimo fuera cuando ella estuviese por la zona, así me ahorraría la multa… o me sancionaba a escondidas. Sin duda resulta la historia más coqueta que he vivenciado en mi aburrida realidad. Seguía sintiendo en mí contradicciones de lo detestable y, al mismo tiempo excitante, que me resultaba su oficio.
Al igual que la noche lluviosa, la mujer policía me ponía la carne fría. Con ganas de murmurar “cuándo estás de guarida, para yo ser tu alimaña”, así como corean Los Amigos Invisibles en “Mujer Policía”. Ya mucha coincidencia para tal remembranza: yo friolento y ella ardiente. Sin duda fue un camino largo de cuatro horas para llegar a mi destino; satisfactorio, anecdotario, suculento y atrevido. Ah, y nuevamente con ganas de hacer pis.
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