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Escuchá lo que te canto, pero no confundir, es de paz lo que canto.
Cuando la primera botella de mezcal se terminó, Mariana me hizo una confesión que me resultaba más como una plegaria, pero que en realidad tendría que tomarla como una advertencia directa: sin un mínimo estado de ebriedad, me solicitó dejara de llamarla “señorita”. Al igual que tú, hice la misma expresión. Su justificación era que no se “sentía una señorita”, pues lo relacionaba con inmadurez, sumisión, apegado a la virginidad o la delicadeza, y qué pa’ pronto, se distinguía todo lo contrario: rebelde, madura, astuta y sumamente vivida. Lo primero que pensé fue un “no mames”, pero después la realidad me sacudió.
La petición no era lo atrabancado del discurso, sino el trasfondo de la situación. El cuestionamiento inicial que me hice fue: ¿a cuántas personas nos hemos referido sin ser de su agrado? Me cuesta un poco a la fecha llegar a tan profunda retrospectiva, pero por lo menos hasta el momento, llevo una larga lista peor a un ticket de compra en supermercado durante un periodo de decembrina; desde dirigirme alguien por el nombre que menos le agrada, o por su apellido descartando su nombre inicial; por apodos que parece difícil de arrancarle a las personas (a veces ni siquiera reconocemos su nombre real), hasta ofensas directas por decisiones propias de las personas o condiciones complejas y/o imposibles que les resulta ocultar. En resumen, hablamos de una cuestión de respeto y empatía.
La charla se abre, como la tercera cajetilla, a un nivel de profundidad curioso y con cuestionamientos donde obviamos las respuestas… sin consultarlas antes. “Ni creo se moleste… pues todo mundo así le dice: ‘El Feo, ‘La Flaca’, ‘El Güero’…”. De hecho, llegué a una confesión en la que descubrí dos o tres sustantivos con lo que me solían llamar y que para mí son desafortunadamente desagradables. O dime tú, ¿nunca te han nombrado de alguna manera que, en realidad, ni te gusta, ni te identificas, ni te hayas? En mi caso: “El Licenciado”.
La discusión en la mesa pública está siendo irregular y abusivamente mediática. Mucho pinche ruido, pues. Hay una saturación de opiniones, puntos de vista y desfavorables comentarios que están opacando las verdaderas urgencias públicas y sociales. La situación en el mundo y en el país está caliente, dolorosa, con mucha mugre y es estrictamente necesario comenzar a liberar el ambiente… y no retacarlo de más podredumbre, como la discusión del lenguaje inclusivo por ejemplo.
Hace unas semanas en redes sociales (qué novedad) se viraliza un video de una persona que solicita, en su clase virtual, que le llamen “compañere”. El tema estructuró diferentes caminos sobre el diálogo donde cada internauta decidió añadirse; en su mayoría, en contra de la inclusión. Casos como este suceso nos demuestra lo poco tolerantes que somos los seres humanos y nuestros acartonados intelectos. Si “X” solicita le llamen “F”, ¿qué chingados?
Tan solo vayamos un paso atrás –le dije a Mariana–, cuántos nombres, conceptos, adjetivos, sustantivos y clasificaciones existen en nuestro lenguaje habitual que hemos normalizado sin cuestionarnos si son tan agradables o “chistosos” como a uno le parecen: “godín”, “mirey”, “chaca”, “hipster”, “hippie”, “naco”, “fresa”, “puto” y la lista puede seguir. El más claro “güey”. Vivimos en un momento de la humanidad con más filtros que la app de Amazon. Un círculo fraccionado y ególatra, envidioso y sin empatía. Sucio, fabricado y consumista.
La gente afuera está pidiendo respeto y es sencillo darlo. Si el lenguaje inclusivo está tomando empoderamiento, que bien ¿a ti qué? El feminismo es un grato ejemplo del poder que conlleva. Es un aspecto de igualdad y tolerancia. Respeto, lo menciono de nuevo –alzándole la voz a Mariana ya arriba de mi propia terquedad.
Mira nada más el nivel de curiosidad y oportunismo que el tema nos dirige: hace unas semanas la Real Academia Española desde su cuenta de Twitter recomienda, sobre un cuestionamiento del cómo deben referirse a una “persona binaria”, “preguntar a dicha persona cómo desea ser tratada”. Sí, la misma RAE que hace dos años desprestigiaba el uso del morfema “e” en ciertos sustantivos y adjetivos como herramienta de igualdad de género. Es un juego tan banal como ridículo. O dígame apreciable lector, lectora, lectore ¿en realidad se siente vulnerable por el jugueteo de terminación como un acto de rebeldía? Es tan normal como coloquial: tan solo recordemos al banco que nos exige, a costa de todo, lo nombremos por siglas y no por el nombre tradicional, u otras marcas (como la refresquera) que se adapta a la mala pronunciación como una prostitución de marketing.
Aún brota la duda y el cuestionamiento del por qué tanta resistencia al llamar a la gente como desea ser nombrada; al día de hoy he obtenido más comentarios en contra que a favor; seres que se sienten ofendidos por los nuevos términos, los mismos que aún no saben si se refieren a una persona o un adjetivo calificativo cuando escriben “a gusto”. Localizamos tanta ambigüedad en las lógicas y costumbres, tantas malas dinámicas que no respetan nada: desde un presidente que divide a sus gobernados, hasta el primo incómodo que se burla porque no puedes pronunciar la “r” o la “x”. No negaré que inmediatamente pensé en “Mal Bicho” de Los Fabulosos Cadillacs, pues muchos van diciendo qué es mejor o peor, diciendo qué se debe hacer, ¿por qué van lastimando a quien se ve distinto? Imponiendo posturas, siempre con mano dura.
La verdad es que Mariana terminó ebria. Honestamente no la dejé hablar el resto de la noche. Ella solo me pidió “un favor” y yo divagué en un aspecto que me sigue incomodando: no lo inclusivo, sino la falta de solidaridad hacia las personas. Mariana dice que la palabra “señorita” se le hace cursi y tierna; “si hubiera sabido que por eso habría tal sermón, mejor ni lo menciono”. A ella le dio risa y a mí intriga. Pero hay otros, otras y otres que no le ven lo gracioso. Te lo digo a ti, mal bicho, y esta vez no solo lo pienso sino lo expreso: no mames, respeta.