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De Güeros y el futuro del cine patrio

De Güeros y el futuro del cine patrio

13/Abr/2015

Güero, ra
(Voz indígena)
Méx. Dicho de una persona: Que tiene los cabellos rubios.

Esta definición de la palabra puede encontrarse en el diccionario de la Real Academia Española. Una idéntica también está disponible en el diccionario de americanismos de la Asale, Asociación de Academias de la Lengua Española, que reúne las instituciones lingüísticas del resto de países hispanoparlantes del mundo.

La película en cuestión, ópera prima de Alonso Ruizpalacios, se abre con una definición que difiere un tanto de la que pude encontrar en la red a través de las mencionadas academias, y luego nos lleva por un recorrido de 108 minutos a lo largo y ancho del ventrudo animal urbano que es la Ciudad de México.

Ruizpalacios tiene una formación esmerada: estudió actuación en el mítico Foro Teatro Contemporáneo, que fundó Ludwik Margules, polaco que sufrió la invasión Nazi de su país durante la Segunda Guerra Mundial, y una de las personalidades más relevantes del teatro capitalino y nacional, desaparecido en 2006.

Enfocado más en la dirección desde hace años, en 2014 su película corrió el largo home run de los festivales internacionales de cine, ganando dos importantes premios: Horizontes Latinos, del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, y Mejor ópera prima, en el Festival de Berlín.

Güeros puede ser muchas cosas. Es un viaje citadino, urbano. Es también un viaje al pasado y al más inmediato de los presentes. Es una historia de amor. Es una historia sobre crecer, sobre un adolescente, y sobre dos jóvenes que buscan su camino hacia la madurez desde el mundo adolescente.

Pero ante todo es la historia de su director. La película cobra verdadera entidad si se comprende la ambición y las ansias de Ruizpalacios: claramente es un proyecto en el que lleva trabajando mucho; posiblemente su semilla se gestó desde aquellos tempranos días en el foro de Margules, entre textos de Chejov y Brecht, y un interés cinematográfico sin nostalgias y a la vez melancólico.

El blanco y negro, un guión pulido, una historia original, fresca, con aires modernos, una ambientación conseguida, una dirección que apunta alto, destinada a hacerse notar desde un ángulo de pretendida cotidianidad. Todos los ingredientes sirven para hacer bullir un caldo bien sazonado donde es fácil percibir los sentimientos de la juventud, las ganas de cambiar el mundo, de crecer y amar y decir, volviendo la mirada atrás, yo estuve ahí. Todo recorrido por puntuales y blandos arranques de humor, perfectamente dosificados y perfectos en su naturaleza.

La historia empieza en Veracruz, donde Tomás (Sebastián Aguirre) se las arregla para que su madre, harta de la conducta cuasi delictiva de su hijo, lo mande una temporada con su hermano mayor, a quien llaman Sombra (Tenoch Huerta). Al llegar a la capital, después de un viaje en autobús, Tomás se encuentra con una situación que se antoja insostenible: el Sombra y su compañero de depa, Santos (Leonardo Ortizgris), viven en un estado de desorden extremo, sin electricidad, inmovilizados intramuros y sin poder asistir a sus clases universitarias debido a una huelga de estudiantes en protesta por las intenciones del gobierno de privatizar la educación superior pública.

La vida y actitudes de estudiante están reflejadas con ternura en el primer cuarto de película: las horas vacías, sin sentido, los minutos quemándose unos detrás de otros en interminables tardes vacías y sin sentido. No hay mucho que hacer, ni que hablar, ni siquiera que pensar. Por fin, un incidente doméstico con un vecino los obliga a bajar a la calle y, subidos en el coche, empezar a recorrer las calles de la ciudad.

La historia comienza cuando sale en los periódicos una pequeña nota informando de que Epigmenio Cruz, un músico crepuscular, ha sido internado en un hospital por problemas de alcoholismo. Cruz, “quien pudo haber salvado el rock nacional”, como dice Sombra, es el personaje ficticio que alumbra los recuerdos más felices en la mente de los dos hermanos. Su padre, presumiblemente muerto o desaparecido, era fan irredento del músico, y esa pegajosa adicción a su música acabó impregnando a los hijos, quienes, acompañados de Santos, comenzarán su búsqueda a través de los parajes más improbables, del zoológico de Chapultepec a las pulquerías de Texcoco.

El inicio del viaje tras la pista de Cruz, que no es más que la búsqueda de la infancia, del pasado, de la época feliz, se convierte en un viaje al corazón de las luchas estudiantiles y del primer amor, cristalizado en el cuarto personaje del filme, Ana (Ilse Salas).

Finalmente, el planteamiento racial / social de la cinta se queda como algo anecdótico, por desgracia, y no pasa de varias reflexiones superficiales acerca de ciertos personajes, como Sombra y Tomás, que, siendo hermanos, uno es prieto y otro güero. Y como güero ya se extiende a las personas de tez blanca y rasgos criollos, también Santos y Ana se encuentran dentro de este estatus racial, que socialmente tiene un impacto asociado al nivel adquisitivo.

Ana es por tanto la güera con dinero que estudia en la universidad pública porque sus ideales la llaman a ello. Esos mismos ideales la impelen a afiliarse al pulso contra el gobierno y mantener una viva y combativa protesta a través de mítines y programas de radio. Al final, se les unirá a la búsqueda de Epigmenio, ligada a ella por Sombra, quien limita su lucha civil a una tenue y vaga resignación.

Hay algo de Jim Jarmusch en esta película, algo de Stranger than Paradise y de Down by Law, ese sentimiento de extrañeza y estupor ante la vida. Pero también hay algo de Nouvelle Vague, algo de La Chinoise y de Los 400 golpes planea sobre Güeros: se siente en su experimentación, en la inocencia transformada en apatía, en esa calidad desafiante que exige un público comprometido, atento, contemporáneo, que busca del cine algo más allá del buen rato, algo más cercano tal vez a la búsqueda imposible de una vieja gloria del rock que nadie conoce por hospitales, zoológicos y pulquerías.

Así, Ruizpalacios es capaz de coordinar toda esa amalgama de influencias –como su música, generosa en boleros– en una película sólida, sorprendente, que retrata una generación que no acaba de salir de su estupor entre las sandeces y vericuetos políticos y culturales, y que además lo hace con solvencia, gracia y encanto.