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Es urgente una reivindicación del freak. Es algo gravísimo porque así como los vampiros, los raros tuvieron su historia y prestigio: ¿qué diría Drácula, representante de toda la fuerza milenaria de los chupasangres, al verse suplido por muchachos musculosos que brillan de día y que, lo peor de todo, se pelean con los licántropos por los favores de una ínfima estudiante de secundaria que no sabe ni siquiera actuar? El marginal se ha tornado una caricatura, una figura vacunada de toda su enfermedad: aquella que lo vuelve indeseable, una incomodidad, una mancha de sangre en el cuadro de Bob Rose.
Por eso es que es necesaria la revisión de la estirpe con el fin de elaborar una taxonomía más precisa que la que intentan ofrecernos con los lentes de pasta negra o los supuestos aficionados a los videojuegos. Para ello, sería una injuria pasar por alto la figura de Robert Crumb (1943), ese señor con los ojos de pederasta, con un bigote que delata su identidad secreta de sadomasoquista nocturno mientras que en el día se confunde con un dulce burócrata, un inocente Godínez.
Robert Crumb habla con desparpajo de sus obsesiones sexuales (a veces da la impresión de estar compartiendo datos que uno no tiene necesidad alguna de almacenar: son tremendos los objetos que provocan sus jadeantes erecciones), reinterpreta las figuras divinas (Buda, Jesucristo, los vegetarianos: todos son patéticos a sus ojos) para convertirlos en señores obesos y patéticos. Robert Crumb no es un feroz crítico de la actualidad, ese título le quedaría demasiado chico por simplón. El hombre está más cercano al demente que al crítico: cuando señala el asco que provocan las ciudades, los estómagos realmente se están revolviendo; cuando relata las historias de sus amigos alcohólicos, se puede oler el alcohol y la orina. ¿Estoy reseñando a un indigente, a un pintoresco paciente de psiquiátrico? Ese señor es el padrino del movimiento underground del cómic, quien sentó las bases del zine e incluyó la pornografía a la caricatura, la personalidad que hasta la fecha continúa inspirando un cada vez más abundante y rico (por no decir hermoso) circuito de ilustradores alternativos. Amigo de Frank Zappa, de Charles Bukowski, hizo portadas tan importantes como la del “Cheap Thrills” de Big Brother and The Holding Company.
Retomando la técnica con la que fueron dibujados Mickey Mouse y Betty Blue, sus cómics tienen atmósferas pesadillescas, un tanto claustrofóbicas. A pesar de mantenerse al margen del mercado, su obra inauguró las nuevas brechas del cómic. A partir de él, la sátira pasó de ser incisiva para volverse una verdadera carnicería, la figura del superhéroe o el perro parlante fue asesinada para abrirle paso a los problemas de las esposas frustradas, de los oficinistas y las prostitutas. Daniel Clowes, autor de la celebérrima serie “Ghost World”, siempre hace chapó cada que se le menciona a Robert Crumb, lo mismo que Fontanarrosa, creador del para siempre genial Boogie, el aceitoso.
Si se quiere volver a las raíces de la tribu del creep, una población tan interesante como macabra (sin duda todos sus integrantes son talentosos, pero algunos son asesinos) es de primera importancia redescubrir a Robert Crumb.