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Después de una (excesivamente) lacónica conferencia con Ziggy Marley –en la que las respuestas, aunque breves y concisas, no fueron muy sustanciosas- tuvo lugar la apertura oficial de Cumbre Tajín. Todo lo contrario a lo que fue el jamaiquino, el acto de inauguración fue con la usual verborrea de los gobernadores.
El parque temático comenzó a llenarse de malabaristas, que con sus ula-ula llenaban de un sentimiento festivo las áreas verdes. Como actividades iniciales, los visitantes pudieron visitar el mercado de artesanías, donde se ofertaban productos manufacturados por los veracruzanos; el catálogo abarcaba desde la artesanía decorativa hasta el tabaco y las artes plásticas. Muchos también se adentraron en los talleres, cuyo interés radicaba en que la mayoría estaban siendo impartidos por totonacas, como lo eran los talleres de artesanías o de danza tradicional.
Una de las cosas que nos llamaron la atención fue el teatro, y asistimos a la primera y última función de “El mundo que todos queremos”, representada al aire libre en la sede del Árbol del Zapote. El teatro de evangelización era una de estructura didáctica, de parlamentos directos y con propósitos más que establecidos. En esencia, “El mundo que todos queremos” conservó esas formas, solo que el mensaje fue contemporáneo. Si bien, el teatro de evangelización fue para que los indígenas asimilaras algo externo e impuesto, “El mundo que todos queremos” habló sobre la necesidad de que se conservaran las culturas, las tradiciones, e incluso la naturaleza de nuestro país.
Escrita y actuada por chavos de una secundaria técnica en Papantla, la obra merecía ser escuchada. Tuvimos la oportunidad de platicar con estos jóvenes para saber en qué consistía su proyecto. Producto de motivaciones personales, el guión de la obra estuvo asesorado por una de sus profesoras. Usan Facebook y ven televisión, se consideran totonacas y piensan necesario que “el mundo civilizado y moderno” de México comprenda la clase de riqueza cultural y natural, que la miren de frente no con los ojos de un turista sino que lo sientan como algo suyo, como lo que en verdad es.
Y mientras los pobladores de la región hablan sobre su cultura, exponen sus estructuras, explican cómo todo tiene un trasfondo y un símbolo, otra cosmogonía más actual (y del todo inexplicable) contrastó. A un lado de las danzas milenarias y de los sabios totonacas se llevó a cabo el supersticioso hábito del equinoccio: vestirse de blanco, ir a alguna pirámide, alzar los brazos y cargarse de energía cósmica. Mirar el movimiento de los penachos durante una danza es cautivador, y mirar al turista haciendo yoga frente a la Pirámide de Los Nichos es curioso.